Bello Delito - Capítulo Dos



     Habían pasado dos semanas desde que marché de Lyon. Sin dirección, sin lugar, emprendí mi camino. ¿Hacía donde? Ni yo lo sabía. Solo tenía un viejo mapa militar al que pocas veces le presté atención. Sin darme cuenta, seguí el curso del rio Ródano. Tal vez fuera por instinto o por capricho del azar quien me llevó hasta aquel pequeño pueblo del sur, a las afueras del reino. Montélimar era su nombre. Había estado viajando con calma todo este tiempo, disfrutando de los bellos paisajes que alimentaban mi mirada, aunque verdaderamente lo que necesitaba en ese instante era descansar sobre algo menos rígido que la tierra y las mantas de lana que llevé conmigo durante todo el trayecto. Había llegado al mediodía y el sol yacía sobre mi cabeza. Lo primero que hice fue entrar en aquella fonda donde me hospedaría. No solían tener muchas visitas, así que no tuve ningún problema para contratar una habitación libre. Montélimar parecía un pueblo tranquilo, repleto de modestos campesinos y granjeros que lo poblaban. Entré en mi habitación. Me desnudé y con una de las mechas, encendí el fuego de la caldera para darme un placentero baño caliente. No pude evitar que mis ojos quedaran abatidos a tal semejante placer.

    Era lógico que pensara en todo lo que dejaba atrás. Casi toda una vida en un paraíso donde pocos se sentirían tan atrapados como me sentía yo. Lo más duro fue alejarme de aquellas personas a las que quería y apreciaba. Aunque con los recuerdos, las distancias siempre se hacen cortas. Sobre todo extrañaba a mi prima Sarah. Su sabiduría y su placidez convirtieron al hombre que soy en estos días. Indudablemente, en ocasiones Helen rondaba lo más profundos pensamientos de mi consciencia. Aprendí a vivir solo. Sin nadie en quien apoyarme. Pero la satisfacción de ser una persona libre, una persona común, era casi más  grande que todo aquello. En estas tierras, yo era una persona como cualquier otra, un transeúnte, alguien corriente al que no debían inclinarse ante él. Nunca habían visto el retrato de aquel príncipe heredero al trono llamado Gerald Gordigore. Para ellos era alguien más y me sentía cómodo. Aunque quizás solo sería otro forastero que estaba allí de paso.

    Antes de escapar de Lyon, escribí cinco cartas de despedida. Me iba por un tiempo totalmente indefinido. No sabía si alguna vez volvería. Quería viajar, muy lejos, hasta donde mis píes alcanzaran. El sur mediterráneo, la división barbárica, las comarcas del norte, los valles de Norgoth, todo llamaba fornidamente mi insolente atención. Aquello que un día leí e imaginé por libros, quería hacerlo realidad. El primer escrito fue para Sarah, donde le volví a recordar porque me iba y que la echaría en falta en cada uno de mis días.

     “Mi más querida y apreciada Sarah. He tomado una decisión muy dura para mi consciencia, y no solo para ella, sino incluso para toda la familia y el linaje Gordigore. Quería despedirme de ti con un abrazo, y no por escritos, pero aún supe, que nunca me hubieras dejado marchar. Él último día que vi tu rostro, mantuve la mirada fija para que quedara permanente en mi recuerdo. Yo sabía que al día siguiente para ti no estaría. Perdona mi egoísmo. ¿Preguntaras a donde fui? El por qué ya lo sabías. Nunca he perdido algo allí fuera. Pero me gustaría encontrarlo. Quizás llegue el momento, en el que me arrepienta o no de mis actos, sigua mi destino escrito y vuelva algún día para ser rey. Espero que el necesario tiempo para desenredar mi consciencia sea íntimamente breve y vuelva escuchar de nuevo tus palabras. Cuida de ellos, ya que yo no podré hacerlo. Y rezaré ya sea a los dioses para que velen por ti. Sino vuelvo a verte, sabrás que me perdí. En cada amanecer, el brillo en mis ojos te recordará. 

Hasta pronto,
Firmado: Gerald Gordigore.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario