Habían pasado dos semanas desde
que marché de Lyon. Sin dirección, sin lugar, emprendí mi camino. ¿Hacía donde?
Ni yo lo sabía. Solo tenía un viejo mapa militar al que pocas veces le presté
atención. Sin darme cuenta, seguí el curso del rio Ródano. Tal vez fuera por
instinto o por capricho del azar quien me llevó hasta aquel pequeño pueblo del
sur, a las afueras del reino. Montélimar era su nombre. Había estado viajando
con calma todo este tiempo, disfrutando de los bellos paisajes que alimentaban
mi mirada, aunque verdaderamente lo que necesitaba en ese instante era
descansar sobre algo menos rígido que la tierra y las mantas de lana que llevé
conmigo durante todo el trayecto. Había llegado al mediodía y el sol yacía
sobre mi cabeza. Lo primero que hice fue entrar en aquella fonda donde me
hospedaría. No solían tener muchas visitas, así que no tuve ningún problema
para contratar una habitación libre. Montélimar parecía un pueblo tranquilo,
repleto de modestos campesinos y granjeros que lo poblaban. Entré en mi
habitación. Me desnudé y con una de las mechas, encendí el fuego de la caldera
para darme un placentero baño caliente. No pude evitar que mis ojos quedaran
abatidos a tal semejante placer.
Era lógico que pensara en todo lo que
dejaba atrás. Casi toda una vida en un paraíso donde pocos se sentirían tan
atrapados como me sentía yo. Lo más duro fue alejarme de aquellas personas a
las que quería y apreciaba. Aunque con los recuerdos, las distancias siempre se
hacen cortas. Sobre todo extrañaba a mi prima Sarah. Su sabiduría y su placidez
convirtieron al hombre que soy en estos días. Indudablemente, en ocasiones
Helen rondaba lo más profundos pensamientos de mi consciencia. Aprendí a vivir
solo. Sin nadie en quien apoyarme. Pero la satisfacción de ser una persona
libre, una persona común, era casi más
grande que todo aquello. En estas tierras, yo era una persona como
cualquier otra, un transeúnte, alguien corriente al que no debían inclinarse
ante él. Nunca habían visto el retrato de aquel príncipe heredero al trono
llamado Gerald Gordigore. Para ellos era alguien más y me sentía cómodo. Aunque quizás solo sería otro forastero que estaba allí de paso.
Antes de escapar de Lyon, escribí cinco
cartas de despedida. Me iba por un tiempo totalmente indefinido. No sabía si
alguna vez volvería. Quería viajar, muy lejos, hasta donde mis píes alcanzaran.
El sur mediterráneo, la división barbárica, las comarcas del norte, los valles
de Norgoth, todo llamaba fornidamente mi insolente atención. Aquello que un día
leí e imaginé por libros, quería hacerlo realidad. El primer escrito fue para
Sarah, donde le volví a recordar porque me iba y que la echaría en falta en cada
uno de mis días.
“Mi más querida y apreciada
Sarah. He tomado una decisión muy dura para mi consciencia, y no solo para
ella, sino incluso para toda la familia y el linaje Gordigore. Quería
despedirme de ti con un abrazo, y no por escritos, pero aún supe, que nunca me
hubieras dejado marchar. Él último día que vi tu rostro, mantuve la mirada fija
para que quedara permanente en mi recuerdo. Yo sabía que al día siguiente para
ti no estaría. Perdona mi egoísmo. ¿Preguntaras a donde fui? El por qué ya lo
sabías. Nunca he perdido algo allí fuera. Pero me gustaría encontrarlo. Quizás
llegue el momento, en el que me arrepienta o no de mis actos, sigua mi destino
escrito y vuelva algún día para ser rey. Espero que el necesario tiempo para
desenredar mi consciencia sea íntimamente breve y vuelva escuchar de nuevo tus
palabras. Cuida de ellos, ya que yo no podré
hacerlo. Y rezaré ya sea a los dioses para que velen por ti. Sino vuelvo a
verte, sabrás que me perdí. En cada amanecer, el brillo en mis ojos te recordará.
Hasta pronto,
Firmado: Gerald Gordigore.”
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