Una de princesas, y otra de hombres.


No sabría afirmar, con exactitud, cuando empezó esta carrera, este aprendizaje. Pero es muy simple, habitual y siempre acaba en boca de todos, incluso sin darnos cuenta. Algo tan popular que nunca me había parado en pensar toda su historia. En su origen. No quería hacer otra guerra, sino encontrarle un sentido. Mi sentido. La forma de verlo desde mi perspectiva, desde mi humilde experiencia.
Mediría menos de un metro y ya me dijeron “el qué y el cómo” tenia que hacerlo. Así fue, con tan sencillas palabras, para que lo entendiera:
—A las niñas no se les pega, se les dan besitos—me dijeron algún día y aún sigue en mi memoria décadas después. Es más, lo volvería a escuchar seguramente en un parque, en la estación y en el supermercado, cuando una madre evitaba una pelea entre chavalitos. Miles de diferencias, inexistentes, nos las imponían.
Ya desde ahí le daban a este juego dos papeles. Dos fichas diferentes. Dos modos de juego, donde nunca pudiste elegir el personaje. Yo tenía uno y ella tenía otro. Desde ese momento, desde ese punto de inflexión, quisieron que fuéramos diferentes. Nos condicionaron a ello. ¿Por qué?
—Deja a las niñas tranquilas y vete a jugar con tu hermano a la pelota—. ¿Y qué, si llevaban falda blanca y se ensuciaban más, o sus zapatos no eran adecuados para divertirse o caerse?. ¿Y qué pasa si eran princesas? ¿Quién dijo que ellas no jugaban en el barro?
Es gracioso cuando ignorabas al sexo contrario, por ser tan diferente a ti, por no jugar a lo mismo, por ser de “niñas” y por ser de “niños”. Y más ridículo aún era creer en esa estúpida barrera que pusieron entre ella y tú.
Claro que pasa el tiempo, te conviertes en un adolescente y empiezas, digamos, a entender un poco el tablero. Aquí empezaba otra nueva etapa, donde después de aislarse, esas dos personas, ni niña, ni niño, simplemente, personas, querían conocerse. Jugar. Eso mismo.
—Si quieres conquistar a una mujer, primero hazla reír—me dijeron. Y lo hice. Claro que lo hice. Fui el más payaso de todos, el tonto de la clase. No me importaba que se rieran conmigo o de mí, ya que primero aprendí a reírme de mí mismo. Y los dos, lo pasábamos bien.
—Se educado, correcto, sensato, humilde, digno, en definitiva, sé un caballero—me dijeron y lo intenté. Y sí, claro que funcionaba. A veces no, otras sí, no había nada preestablecido. Ni nunca lo habrá. A una persona le gustará Marte y a otra Júpiter. Son planetas pero son distintos. Son personas pero son distintas. 
—Para conocer a una mujer, primero tienes que conocer la poesía—Leí esto por alguna página de Internet. Será por eso que nunca entiendo lo que escribo. Pensé yo, sin saberlo, ¿Qué culpa tenían unos versos?
Después llegó la gran arma de doble filo para los adultos y para los que no: el sexo. Hablando en términos generales y dotando a esa palabra de todos los significados del diccionario, por supuesto. Las guerras de diferencias que se pueden apreciar en todos los rincones, revistas, libros, televisión y redes sociales te hacían pensar más aún en la disparidad. Y muchas más cosas, más diferencias, más carros de combate impuestos en esta contienda, que cada vez aumentaba mientras crecíamos. Era la enfermedad de una sociedad marcada por estereotipos.
Aún, sin darme cuenta,  seguía teniendo el papel de caballero. Y ella, el de princesa. Seguía siendo yo quien debía tener la iniciativa, el que debía hacer reír, el que tenía que defender, ser fuerte, el macho. Sin duda, el hombre. Si ella estaba mal, ser su apoyo. Si se caía, tenia que levantarla. ¿Por qué era yo de ese bando?—Pensé.
Pero llegó el momento donde todo lo que había construido, con todo lo que me enseñaron, se desvaneció. Como un suspiro en el viento, como una gota que cae al mar. Fui derrotado y abandoné la guerra. Aprendí de la misma forma que aprende un perro a nadar: tirándolo al agua. Aprendes cuando te das cuenta de que en realidad no hay suelo firme, que es inestable y tu castillo se hunde. 
Fue entonces cuando pensé: ¿Quién me levantaría a mí cuando me cayera? ¿Quién me haría reír, como yo hice, cuando estuviera triste? ¿Quién sería la persona que se acordaría de mí? Yo aunque fuera hombre, también estaba triste, también necesitaba llorar. También necesitaba que me hicieran reír, que jugaran conmigo, que estuvieran conmigo, que me mimaran. Que vinieran detrás mía, que me conquisten. No me gustaba mancharme siempre, ser el primero. No quería una guerra, no quería tener un papel, un bando, una determinación. No quería ser aquel animal adiestrado.
Pero, ¿Qué tuvo que pasarme para que olvidara todo aquello? ¿Para que dejara ese papel?La respuesta me la dio una mujer. No una niña influenciada, no. Una humana que dejó esa guerra atrás, esas diferencias para ser sólo una persona. Una persona como tú, como yo y nada más. Una chica que fuera también caballero, sin género. Incluso el corrector informático me corrige la frase anterior, en un idioma con adjetivos que intentan separar personas. 

Todo lo que había construido hasta entonces, se desplomó. 

Te reconstruyes y piensas:
Pues claro que ella tenia derecho a mojarse en el barro. De pegar patadas a un balón. De ser la fuerte y la que resiste todo. De ser libre. De ser quien quiera ser sin que nadie le dijera cómo hacerlo. Yo, aunque sea hombre, también tengo derecho a ser princesa.





No hay comentarios:

Publicar un comentario