Raimond Gordigore, mi padre, me había dado una buena vida.
Quizás ese fue el error que desencadenó mi marchar. Mi vida era abstraída de
alguna forma, no soportaba la facilidad con la que podría resolver mis
problemas, si es que algún día los tenía. Siempre estaba protegido, todo lo que
necesitaba y más, estaba a mi alcance. Pero no podía sentirme, no podía conocer
mi propio ser. Estaba encerrado, en un
lugar al que otros llamarían paraíso.
Si hay algo que me mantenga en la superficie, son las palabras. La complejidad, estética, metáforas, ideas u formas de expresión que complementan al proceso comunicativo. Plenamente, me fascinaba intercambiar palabras. Conocía muchas lenguas, había estudiado algunas de las más importantes. Siempre intentaba mantener contacto con los mensajeros de las cortes del exterior cuando visitaban nuestro reino. Supongo que así estaba algo más cerca del mundo que ansiaba conocer.
Con el simple hecho de hablar, podía conocer las metas de cada individuo, sus máximos placeres, sus temores, sus virtudes, sus recuerdos y todo eso se encontraba ahí, en sus cabezas, dentro de lo que los sanitarios llaman cerebro y los filósofos conciencia. Todo un mundo a descubrir. Aunque me fascinaba, era un universo al que yo no estaba destinado.
Gran parte de mi infancia, me dediqué a estudiar algo que me llenaba aún más. Un gran proceso comunicativo, pero está vez no eran solo palabras. La música, era una de mis grandes virtudes. No todos podían tener a su disposición a los mejores constructores de pianos del mundo. Es un instrumento que pocos poseen. Yo era uno de esos privilegiados.
Ella me enseñó cosas increíbles. Me enseñó a ver la vida de otra manera, otra forma de sentirla. No podría expresar con palabras, lo que la música puede beneficiar nuestras almas. Es algo que tan solo se puede sentir, no se puede describir ni siquiera pensar. La música es sinónimo de magia. Es una bruja de la que no puedes escapar.
Recuerdo que en una tarde de primavera, donde podía observar el céfiro viento dorado por mi ventana, una nueva y joven criada del castillo irrumpió en mi habitación mientras terminaba de esbozar algunos pentagramas en mi cuaderno. Era la primera vez que la veía, y aquellos rayos de luz hacían resaltar su suave piel en mi retina. No estaba acostumbrado a ver chicas jóvenes en mis aposentos. Nuestras sirvientas solían ser mujeres bastante mayores, con muchos años de experiencia en su trabajo.
—Perdóneme señor, creí que no se encontraba aquí, vine para acomodar las sábanas—Dijo cabizbaja con un tono sumiso y leve, mientras colocaba las manos en su regazo.
—No se preocupe, me alegra su visita. Dime Doncella, ¿Cuál es su nombre?—Pregunté mientras alojaba mi pluma sobre el tintero.
—Mi nombre es Helen, mi señor. Es mi segundo día en las cortes del rey.
Me levanté del asiento y me dirigí hacía ella. Mis ojos no me engañaron en la lejanía. Su adolescente voz iba acorde con su apariencia. Tenía el pelo tan negro y brillante como el azabache, y desembocaba entre la superficie de su torso. Sobre su cuello se encontraba un collar plateado, con una especie de tortuga tallada en nickel o algún material semejante.
Si hay algo que me mantenga en la superficie, son las palabras. La complejidad, estética, metáforas, ideas u formas de expresión que complementan al proceso comunicativo. Plenamente, me fascinaba intercambiar palabras. Conocía muchas lenguas, había estudiado algunas de las más importantes. Siempre intentaba mantener contacto con los mensajeros de las cortes del exterior cuando visitaban nuestro reino. Supongo que así estaba algo más cerca del mundo que ansiaba conocer.
Con el simple hecho de hablar, podía conocer las metas de cada individuo, sus máximos placeres, sus temores, sus virtudes, sus recuerdos y todo eso se encontraba ahí, en sus cabezas, dentro de lo que los sanitarios llaman cerebro y los filósofos conciencia. Todo un mundo a descubrir. Aunque me fascinaba, era un universo al que yo no estaba destinado.
Gran parte de mi infancia, me dediqué a estudiar algo que me llenaba aún más. Un gran proceso comunicativo, pero está vez no eran solo palabras. La música, era una de mis grandes virtudes. No todos podían tener a su disposición a los mejores constructores de pianos del mundo. Es un instrumento que pocos poseen. Yo era uno de esos privilegiados.
Ella me enseñó cosas increíbles. Me enseñó a ver la vida de otra manera, otra forma de sentirla. No podría expresar con palabras, lo que la música puede beneficiar nuestras almas. Es algo que tan solo se puede sentir, no se puede describir ni siquiera pensar. La música es sinónimo de magia. Es una bruja de la que no puedes escapar.
Recuerdo que en una tarde de primavera, donde podía observar el céfiro viento dorado por mi ventana, una nueva y joven criada del castillo irrumpió en mi habitación mientras terminaba de esbozar algunos pentagramas en mi cuaderno. Era la primera vez que la veía, y aquellos rayos de luz hacían resaltar su suave piel en mi retina. No estaba acostumbrado a ver chicas jóvenes en mis aposentos. Nuestras sirvientas solían ser mujeres bastante mayores, con muchos años de experiencia en su trabajo.
—Perdóneme señor, creí que no se encontraba aquí, vine para acomodar las sábanas—Dijo cabizbaja con un tono sumiso y leve, mientras colocaba las manos en su regazo.
—No se preocupe, me alegra su visita. Dime Doncella, ¿Cuál es su nombre?—Pregunté mientras alojaba mi pluma sobre el tintero.
—Mi nombre es Helen, mi señor. Es mi segundo día en las cortes del rey.
Me levanté del asiento y me dirigí hacía ella. Mis ojos no me engañaron en la lejanía. Su adolescente voz iba acorde con su apariencia. Tenía el pelo tan negro y brillante como el azabache, y desembocaba entre la superficie de su torso. Sobre su cuello se encontraba un collar plateado, con una especie de tortuga tallada en nickel o algún material semejante.
Como un total caballero, me
arrodillé ante ella y le tomé prestada la mano.
—Un placer conocerla, Helen—Dije tras besar su bella mano derecha. No esperaba mi noble cordialidad hacía su persona. Me miró sorprendida con aquellos dorados ojos. Seguramente pocos nobles tratarían así a una doncella, incluso mi padre era un poco áspero y antipático con todas nuestras trabajadoras.
—El placer es mío, mi señor—Respondió lentamente y con entrecortadas palabras.
—Puede realizar sus tareas, Helen, ya me iba de aquí—Dije mientras me ponía en pie. Nos despedimos y se apartó de la puerta con un paso hacía el lado. Giré el pomo de la puerta y salí de mi habitación.
Jazmín. Ese era su perfume. Pude notarlo nada más entrar. Fue el nombre que adquirió mi primera obra, ya que fue ella quién interrumpió los últimos compases que más tarde, me ayudó a componer con tan solo su presencia.
—Un placer conocerla, Helen—Dije tras besar su bella mano derecha. No esperaba mi noble cordialidad hacía su persona. Me miró sorprendida con aquellos dorados ojos. Seguramente pocos nobles tratarían así a una doncella, incluso mi padre era un poco áspero y antipático con todas nuestras trabajadoras.
—El placer es mío, mi señor—Respondió lentamente y con entrecortadas palabras.
—Puede realizar sus tareas, Helen, ya me iba de aquí—Dije mientras me ponía en pie. Nos despedimos y se apartó de la puerta con un paso hacía el lado. Giré el pomo de la puerta y salí de mi habitación.
Jazmín. Ese era su perfume. Pude notarlo nada más entrar. Fue el nombre que adquirió mi primera obra, ya que fue ella quién interrumpió los últimos compases que más tarde, me ayudó a componer con tan solo su presencia.
“Merci Beaucoup, Helen”.
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